CAÍN: La máscara de auqui - Cap. 2.2

Bien, bien, esta vez no me hice esperar (?) mucho, aquí va lo que faltaba del segundo capítulo. No tengo mucho que decir hoy, así que solo los dejo leer.


.+.+.+.+.+.+. CAÍN: La máscara de auqui - Capítulo 2.2.+.+.+.+.+.+.

Don Juan era como un abuelo desde que éste murió. Le gustaba sentarse a la puerta de su casa y saludar enérgicamente a todo el que pasara cerca. A veces, Damián se sentaba a su lado y el anciano le contaba historias sobre el pueblo y también sobre los hombres de antiguo que habitaron el mundo, historias que le habían contado a él cuando era un niño. Ese día, el viento les trajo un papel, don Juan lo recogió y le enseñó a armar un barco. ¿Flota, don Juan?, sí, le dijo. Salió corriendo entusiasmado a la acequia, lo puso en el agua y flotó. En el reflejo, notó que del otro lado, y lamiéndose una pata, era observado por el zorro blanco. Una risa burlona se acercó a su oído, pero no había nadie allí además de él y el zorro.

Un escalofrío le recorrió la espalda y cuando pensaba en moverse escuchó un conteo. Huk, dijo. Estaba completamente tieso. Iskai, perdió fuerza en las piernas, las sintió heladas, adormecidas como si fueran de arena. Kimsa, se disolvió su voz, tembló su mandíbula. Sintió que caía y un impulso lo hizo poner las manos al frente para no lastimarse, cerró los ojos y encogió lo que aún respondía de su cuerpo. Tawa, quedó suspendido en el aire, sobre el agua. Una fuerza lo obligó a abrir los ojos y alzar la cabeza. Allí, delante, el zorro blanco no le apartaba la vista. «No huyas», dijo, «quiero mostrarte algo». Volvió a tener el control de su cuerpo y fue devuelto al suelo. Desde allí, vio las sandalias de un hombre pasar muy cerca. El zorro rió y lo señaló con el hocico, como diciendo que lo siguiera. Iba en dirección a la casa del chamán.

No parecía ser del pueblo, pero aquel hombre caminaba sobre su propia tierra, daba pasos seguros aunque su figura parecía más bien desanimada. Se detuvo en la puerta y giró la cabeza hacia el niño. No puede verte, aseguró el zorro blanco. Entonces advirtió que no tenía sombra. Asustado, el niño buscó la suya bajo sus pies, el zorro rió.

El hombre ingresó a la casa y ellos lo siguieron. Ya no era el lugar en el que jugaba, su aspecto era más ordenado y había una velita encendida en el altar. El hombre se sentó a la mesa y una mujer salió de las habitaciones del fondo.

– Llegastes, Julián, ¿por qué tanto te has demorado?

El hombre en la mesa era Julián Mallqui, taciturno, seguía a su mujer con los ojos bien abiertos, como si se tratara de una aparición. Ella le servía una taza de leche mientras le decía cosas sobre el pueblo y lo mal que les estaba haciendo el maestro albañil Edilberto Cáceres con sus desafortunados comentarios. Nadie le hace caso a él, pensaba, saben que les guarda un rencor injustificado. No había sido su culpa que muriera su hijo. Julián hizo lo que pudo para salvarlo.

– Ay, mi Julián...

Los ojos de Mallqui eran insufribles y, aunque nada de lo que su mujer le decía tenía algo que ver con su ánimo, no se atrevía a responderle o rectificar. Las palabras se le habían quedado en el camino, en la puna, tal vez, en las flores de cantuta o en la laguna que formaron las últimas lluvias. Solo cuando ambas miradas se encontraron nuevamente la mujer comprendió la necesidad de esas palabras.
Nos tenemos que ir, dijo por fin. ¿A dónde nos vamos a ir, pues?, acá estamos bien, siempre estuvimos bien aquí, cerca de la acequia, cultivando tomates y hierbas en la chacrita, Julián, ¿a dónde?

Cuando la mujer volvió a la habitación de la que había salido, tocaron la puerta. Mallqui se levantó abruptamente, tirando al piso la taza de leche. El zorro se acercó al charco y Damián observó intrigado cómo dos pequeñas sombras se reflejaban en su superficie. Entonces el chamán abrió la puerta y una densa neblina ingresó a la casa, tan densa que parecía disolverlo todo, excepto las sombras en el charco, que se hacían más nítidas. Cuando la neblina pasó, no había rastro de la casa ni del pueblo, estaba frente a una pequeña laguna, solo, pues había perdido de vista al zorro hablador.
Las sombras en la laguna eran el reflejo de dos hombres. Uno de ellos era Mallqui, pero desconocía al otro. Llevaba ropas extrañas, como hechas con retazos de muchas ropas distintas. Se le ocurrió que podrían ser las de toda la gente del pueblo. Creía ver en esa multitud la camisa azul de su padre, los guantes de don Edilberto, la chompa de doña Teresa, el polo nuevo que trajo Antonio de Lima la última vez que se fue, el poncho de don Juan... Y en el rostro una máscara de auqui con una gran barba blanca. Mallqui extendió una tela, se sentaron frente a frente y comenzó a echar las hojas de coca. Las dejaba caer una tras otra con mucha ceremoniosidad, afligido, observando su ligera trayectoria en el aire, como si hacerlo pudiera cambiar el destino.

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Bueno, eso fue todo. Espero terminar lo que sigue en unos días. Saludos.

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